Todos los lunes voy a un taller de novela. Para una de las clases el profesor traería un cuento escrito por un autor norteamericano. Descubriríamos el cuento hasta ese día para que las opiniones fueran construidas en el momento, advirtió el profesor, y nadie tuviera ventaja. A última hora no pude asistir a esa clase y no supe qué cuento les dio a leer ni cómo se dio la conversación. A la semana siguiente, cuando la clase terminó, el profesor me entregó una copia del cuento: Aquí empieza nuestra historia de Tobías Wolff. Mientras la guardaba en la mochila y el resto se ponía los abrigos, el profesor, un hombre mayor y muy serio, le pidió a una de las chicas quedarse unos minutos más para hablar en privado. Esperaron a que todos saliéramos. Yo fui la última. Me quedé de pie a unos centímetros de la puerta entreabierta del salón donde ellos dos hablaban mientras desocupaban el baño, y sin querer pero con interés escuché buena parte de la conversación.
El profesor había quedado «sorprendido» y «confundido», luego de que Felisa, la clase anterior, opinara que uno de los personajes del cuento de Wolff era un «acosador». Al parecer, en cinco años impartiendo este taller nunca nadie había dicho algo parecido. En el cuento, Miguel López de Constanza, un filipino que viaja a San Francisco, se enamora perdidamente de una mujer, Senga. Salen durante algún un tiempo hasta que ella decide acabar la relación, pero este hombre, tan enamorado y adolorido, no está dispuesto a renunciar a ella: le monta un altar, le escribe cartas, la llama a todas horas, la sigue, le manda a los amigos. «Acosador», le llamó Felisa a Miguel. «Sorprendido» y «confundido» quedó el profesor.
«Una cosa es la literatura y otra muy distinta la vida real», afirmó el profesor. «Hay lectores que no pueden separar la realidad de lo que están leyendo de su propia vida», como no podía verlo no sabía si estaba de pie escribiendo en la pizarra o sentado junto a ella. «Miguel tiene este comportamiento porque es eso precisamente lo que la historia quiere contar».
Antes de que volviera a oír algo, pasaron unos segundos.
«No crea que no entiendo, profesor» escuché a Felisa. «Wolff puso a Miguel a acosar a Senga para darle sentido a un idea; visto literariamente Miguel es un pobre hombre ciego de dolor, pero para mí la vida y la literatura son agua de una misma fuente y el personaje de Miguel no encarna otra cosa que un acosador acérrimo».
Sus voces se mezclaron y subieron de tono. Lo único que conseguí entender, antes de marcharme, fueron palabras sueltas: «literatura», «vida», «realidad» y «ciego».